martes, 30 de julio de 2013

No todo son reformas estructurales

Es un hecho que la economía se encuentra en una etapa de desaceleración, si no que de estancamiento, tal como lo muestran diferentes indicadores de actividad económica (ventas al menudeo, creación de empleos en el sector formal de la economía, importaciones de bienes de insumos intermedios y de bienes de capital, etcétera). La lenta recuperación de la economía estadounidense, la caída en el sector de la construcción derivada de la crisis en la que se encuentran las empresas constructoras de vivienda, el subejercicio del gasto público (particularmente en infraestructura) y otros, explican en gran medida el muy bajo crecimiento que se registró durante el primer semestre del año. Y es por ello que las expectativas de crecimiento para 2013 se han revisado a la baja, siendo el último consenso de 2.8%, cuando a principios del año se esperaba uno de 3.5%. Inclusive, el 2.8% es elevado ya que para lograrlo, el crecimiento durante el segundo semestre tendría que estar arriba de 3.5%, lo cual se ve difícil de alcanzar. El gobierno apuesta a que las diferentes reformas estructurales (educación, telecomunicaciones, financiera, energética, fiscal y protección social) detonen en crecimiento económico para alcanzar tasas cercanas al 6%. Sin embargo, aunque todas estas reformas se materializaran en el segundo semestre, lo cual se ve complicado dado el ambiente poco propicio para ello en el Congreso, su impacto sobre el crecimiento se daría en el mediano plazo. Pero más peligroso aún, es caer en la trampa de los dos sexenios anteriores, en los cuales se justificó el mediocre crecimiento porque esas mismas reformas no fueron aprobadas y no hacer otras cosas que ni siquiera tienen que pasar por el Congreso. Aunque las reformas señaladas fuesen aprobadas, tanto al nivel constitucional como de leyes secundarias y reglamentos (proceso sumamente lento como lo hemos visto en educación y telecomunicaciones), aun persisten muchos otros elementos de carácter institucional que impiden alcanzar mayores tasas de crecimiento y sobre las cuales no se actúa. Entre éstas barreras al crecimiento económico destacan la ineficiente protección de los derechos privados de propiedad por parte del poder judicial, particularmente en las entidades federativas, mismas que no garantizan el expedito y eficiente cumplimiento de contratos; una notoria excesiva e ineficiente regulación de los mercados en los tres órdenes de gobierno que deriva, además de en una notoria corrupción, en una barrera a la constitución formal de empresas y a su crecimiento; una alta incidencia de corrupción en los contratos de obras públicas; altos costos de la energía eléctrica para el sector industrial para “compensar” el enorme e injustificado subsidio a las tarifas residenciales; altos costos y desabastecimiento de gas natural para el sector industrial; notoria ineficiencia y desperdicio de recursos por parte de los gobiernos federal, estatales y municipales; persistencia de prácticas monopólicas en los sectores gubernamental y privado; altas barreras cuantitativas y cualitativas a la importación proveniente de países con los cuales no hay acuerdos de libre comercio; una ridículamente baja (0.5% del PIB) en investigación en ciencia y tecnología; y más. Prácticamente, casi todo lo señalado en el párrafo anterior, se puede resumir en una sola frase: “vivimos en una economía caracterizada por un arreglo institucional que favorece y premia la extracción de rentas”. Es claro que si no se actúa sobre estos y se transita hacia una economía que incentive y premie la acumulación de riqueza generalizada, aún cuando pasen las reformas estructurales, su impacto sobre el crecimiento económico, además de ser menor, se tardará más tiempo.